domingo, 7 de abril de 2013

La lealtad: ANAÏS NIN

ABRIL 1932
Cuando Henry oye la hermosa, vibrante, leal y conmovedora voz de Hugo por teléfono, se enfada por la amoralidad de las mujeres, de todas las mujeres, de las mujeres como yo. Él practica todas las deslealtades, todas las traiciones, pero la infidelidad de una mujer le duele. Y yo estoy muy incómoda cuando se encuentra de ese humor porque me siento fiel al vínculo existente entre Hugo y yo. Nada de lo que vivo fuera del círculo de nuestro amor lo altera ni lo disminuye. Al contrario, lo amo más porque lo amo sin hipocresía. Pero la paradoja me atormenta profundamente. No es cosa de menospreciar el que no sea más perfecta que Hugo ni más parecida a él, pero ello no es sino la otra cara de mi ser.
Henry comprendería que lo abandonara por consideración hacia Hugo, mas hacerlo demostraría hipocresía por mi parte. Sin embargo, una cosa si es cierta: si un día me viera obligada a elegir entre Hugo y Henry, escogería a Hugo sin dudarlo. La libertad que me he dado en nombre de Hugo, como un regalo suyo, no hace sino acrecer la riqueza y la potencia de mi amor por él. La amoralidad, o una moralidad más complicada, tiene como finalidad la lealtad suprema y pasa por alto la inmediata y literal. Comparto con Henry una ira, no provocada por las imperfecciones de las mujeres, sino por lo asqueroso que es vivir, cosa que quizás este libro proclama con mayor fuerza que todas las maldiciones de Henry.

Anaïs Nin: Henry, su mujer y yo ("Henry y June"), diario amoroso, 1932.

El significado de las cosas, los conceptos, las palabras, tendemos a asumirlo desde un juicio moral. Un juicio moral es sólo una pequeña porción de las asociaciones que esa palabra (concepto, cosa) pudiera tener. Si consiguiéramos alcanzar todas las relaciones posibles, encontraríamos su significado verdadero (como pretendía Sócrates), desde luego más fiel al significado real (más leal). Ahora bien, con poco que nos fijemos, jamás agotaríamos a alcanzar el significado recto, absoluto, verdadero, total de una palabra, siempre sometida a una nueva ejecución. El observador sigue creando lo observado.
Así, el significado real queda en realidad fuera del significado (el objeto real queda como inaprehensible, ¡pero igualmente el concepto real!). El significado ideal es casi imposible, tanto como casi posible. Lo que nos queda, el significado moral, este que asumimos por costumbre, por obediencia, por comodidad, por narcisismo... en serio, de ese no me merece la pena hablar.
¿Y los sentimientos? La relación entre sentimiento y palabra es tan conflictiva como la relación sentimiento y moral. La moral puede maniatar los actos (aceptemos eso, de momento), pero no tiene jurisdicción para anular los sentimientos, ni la memoria de los actos, ni la fantasía de los actos. Y si de los actos tampoco tenemos verdadera experiencia, sino sólo su fantasía, su memoria y su evanescente ejecución real... ¿en qué demonios actúa el enjuiciamiento moral?
El hombre moral es un trocito de discurso, un trocito de lenguaje. Apenas se permite respirar la realidad (y se supone que está en ella constantemente). Ni siquiera busca un conocimiento más verdadero. Vive con su trocito de lenguaje esperando que no se rompa.
Pero te leo y te amo, pisando un suelo de lenguajes rotos. Y si podemos hablar tú y yo, es un milagro más verdadero que lo que los significados quisieran. Y si nos entendemos es más un milagro de esa realidad rota (lenguajes rotos por el suelo, polvo de lenguaje flotando alrededor -de qué-) que de ningún significado.
Y, por supuesto, este no es el comentario que habría que hacer de estos textos.

Ahora te miento cada día, mas te doy los placeres que a mí me dan. Cuanto más tomo para mí, mayor es mi amor por ti. Cuanto más me niegue a mí misma, más pobre seré para ti, querido. No hay tragedia alguna si eres capaz de seguirme en esa ecuación. Hay ecuaciones más evidentes. Una sería: Te amo y por lo tanto renuncio al mundo y vivo para ti. Tendrías a una monja postrada ante ti, envenenada por exigencias a las que no podrías dar cumplimiento y que acabarían matándose. Pero mírame esta noche. Vamos a casa juntos. He conocido el placer, pero no te excluyo. Ven a mi dilatado cuerpo y pruébalo. Soy portadora de vida. Y lo sabes. No puedes verme desnuda sin desearme. Mi carne te parece inocente y propiedad tuya. Podrías besarme donde Henry me ha mordido y encontrar placer en ello. Nuestro amor es inalterable. Simplemente saberlo te haría daño. Acaso sea un demonio, por ser capaz de pasar de los brazos de Henry a los tuyos, pero la fidelidad literal carece para mí de significado. Me es imposible vivir así. Lo que es una tragedia es que vivamos tan juntos sin que tú seas capaz de percibirlo, que sean posibles estos secretos, que únicamente sepas lo que yo quiera decirte, que no haya rastro en mi cuerpo de lo que vivo. Pero mentir también es vivir, como miento yo.»

Anaïs Nin: Henry, su mujer y yo ("Henry y June"), diario amoroso, 1932.

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