miércoles, 1 de noviembre de 2017

El tiempo: EL NOMBRE DE LA ROSA, de Umberto Eco

En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327, en cambio, no sabemos con certeza cuándo escribe el autor. Si tenemos en cuenta que dice haber sido novicio en 1327 y que, cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en morir, podemos conjeturar que el manuscrito fue compuesto hacia los últimos diez o veinte años del siglo XIV. 
    Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa en una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del siglo XIV.
    Ante todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por considerarla totalmente injustificada, la tentación de guiarme por los modelos italianos de la época. No sólo porque Adso escribe en latín, sino también porque, como se deduce del desarrollo mismo del texto, su cultura (o la cultura de la abadía, que ejerce sobre él una influencia tan evidente) pertenece a un período muy anterior; se trata a todas luces de una suma plurisecular de conocimientos y de hábitos estilísticos vinculados con una tradición de la baja edad media latina. Adso piensa y escribe como un monje que ha permanecido impermeable a la revolución de la lengua vulgar, ligado a los libros de la biblioteca que describe, formado en el estudio de los textos patrísticos y escolásticos; y su historia (salvo por las referencias a acontecimientos del siglo XIV, que, sin embargo, Adso registra con mil variaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse, por la lengua y por las citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el XIII. 
    Por otra parte, es indudable que al traducir el latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se tomó algunas libertades, no siempre limitadas al aspecto estilistico.

Umberto Eco: El nombre de la rosa (1980)
"Naturalmente, un manuscrito"

Hace muchos años, escribiendo una carta, quizá ya perdida o desechada entre los recuerdos inservibles de su destino, llegué a la conclusión de que el tiempo no existe. El tiempo no existe. Por supuesto, desde entonces, muchos han procurado convencerme de lo contrario. La física tiene medidas para el tiempo. El planeta y sus obsesiones dejan marcas de tiempo evidentes con las que hacer horarios incuestionables. Muchas veces he tenido que esperar. Muchas veces he llegado tarde. A los que me acusaban de perder el tiempo les avisaba que, o no se puede perder algo que no existe, o el tiempo se está perdiendo siempe en cualquier caso, se haga lo que se haga. Pasadas las incertidumbres, los argumentos, las fechas, las conversaciones, no sólo sigo teniendo serias dudas de que el tiempo exista, sino que desconfío cada vez más de que el verbo "existir" signifique algo.
  • El tiempo como traducción. ["mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa en una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del siglo XIV"] Debiera ser obvio que el pasado es el resultado de un escrito. Tal vez ese escrito nos cuente que el texto es el resultado del pasado. Habrá argumentos para ambas posturas; pero me inclino a pensar que nuestra situación en el presente es más real (no tanto nuestro conocimiento de ella). El caso es que muchos dan por hecho que el pasado existió, tal cual, como hecho, como evento, demostrado, no deducido de ningún texto ni de la torpe comprensión que tuviéramos de él. Pero recordemos, finalmente, ¿cómo era el mundo y el tiempo en aquellos que lo escribieron, que no tuvieron el pasado que nosotros colectamos? ¿Podemos decir que hablaban el mismo idioma? 
  • El tiempo como estilo. ["su cultura (o la cultura de la abadía, que ejerce sobre él una influencia tan evidente) pertenece a un período muy anterior"] Igual que los colores, podríamos considerar que el tiempo es una ilusión generada por nuestra percepción rítmica del cambio. Igual que armonizamos los colores, los sonidos, sincronizamos los matices de los cambios y configuramos eventos nítidos y manejables. El "tempo" sería el auténtico suceso perceptivo. Si cada sujeto perceptor vivencia un tempo distinto, ¿cómo traducir la vivencia temporal de cada uno? Cada cual vive en una dinámica distinta, y actúa en consecuencia, pensando quizá, y erróneamente, que esa dinámica es universal. 
  • El tiempo como acontecimiento. ["la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327, en cambio, no sabemos con certeza cuándo escribe el autor"] Esto es otra obviedad que se pasa por alto: consideramos los acontecimientos como separados del tiempo. Una batalla, un beso, son objetos cuya entidad puede separarse del momento en el que tuvieron lugar. Ese momento, el momento en el que sucedió, y ese otro momento, el que reconstruimos desde nuestra ficción en el conocimiento cuando tenemos noticia de él, ¿dan como resultado el mismo hecho, el mismo objeto? Una vez más, hablamos de los hechos como cosas, que pasaron en un acontecer perenne e inmutable, que suceden en ese tiempo que pasó, y no en la incompleta percepción de nuestro ahora, ni en la incompleta reconstrucción de nuestro relato, nuestra memoria. 
  • El tiempo como oportunidad. ["no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión"] El lugar preciso en el momento adecuado. La ilusión del tiempo aparece con la eficacia suficiente como para anticiparnos a los cambios y cambiar uno mismo tal como resultara conveniente (¿a qué?). Colocar la mano justo donde debe ser colocada, atrapar el objeto que debe ser atrapado, evitar la amenaza que llegará aquí con tremenda precisión. El tejido de ese relato de sincronías pudiera ser hermosamente mecanicista, pero la conveniencia es complicada: pone en el tablero de juego la intención, y con ella los planes, las estrategias, los valores, los objetivos y los plazos también en cambio. 
  • El tiempo como narración. ["su historia (salvo por las referencias a acontecimientos del siglo XIV, que, sin embargo, Adso registra con mil variaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse"] Así de sencillo. No hay tiempo sin relato. O al menos, no tenemos acceso a ningún suceso temporal que no sea mediatizado por el relato. Nos esforzaremos en configurar el relato de la forma más aséptica e inocente posible, o no, tergiversaremos, pero lo que está ahí no es el tiempo (presente, pasado o futuro), sino su relato. Y, "obviamente", no un relato "natural" sino uno "manuscrito".
  • El tiempo como idioma. ["es indudable que al traducir el latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se tomó algunas libertades, no siempre limitadas al aspecto estilistico"] Los objetos, las pruebas materiales del tiempo y sus cambios, ¿acaso no son en realidad espacio?, o más bien, ¿acaso no son en realidad palabras, sustantivos, verbos? Quien encuentra una espada, ¿cómo sabe que es espada y no hoja, o arma o pala?, y ¿cómo si romana, sumeria, verdadera o falsa? Si el cambio es descrito con palabras, y cada idioma tiene palabras distintas para nombrar este cambio y no este, este objeto pero este no, ¿cúantos tiempos entonces susceptibles de traducción? Babel, existió en la medida en que el relato generó la ficción de su momento, existe en la medida en que pone como origen de la Historia (el primer hito cultural, arquitectónico que habría de perdurar, llegar, hasta el cielo) a los idiomas. Y los idiomas también cambian, y con sus cambios acaso hagan también cambiar al tiempo mismo.

Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letras (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir.

Umberto Eco: El nombre de la rosa (1980)
"Naturalmente, un manuscrito"